Mons. Carlos Augusto de Forbin-Janson
Carlos de Forbin-Janson nació en París en 1785, en una familia noble de militares. Solo cuatro años después, la revolución francesa obligó a sus padres al exilio en Alemania, lo que le llevó a experimentar, desde niño y en su propia piel, la vida del refugiado, la persecución, la inseguridad, el miedo y la pobreza. Este es uno de los muchos «detalles» significativos que, desde el principio, describen su biografía en torno a dos polos: la impotencia de la infancia y la misión como paradigma de apostolado.
Después de regresar a París y recibir la primera comunión, el adolescente Forbin-Janson mostró gran sensibilidad caritativa al inscribirse en una asociación que ayudaba a los más desfavorecidos en las cárceles y hospitales. Charles tenía por delante una carrera prometedora ya que Napoleón lo había nombrado supervisor del Consejo de Estado. Sin embargo, al percibir la llamada de Dios, no se dejó seducir por estas perspectivas y en 1808 ingresó en el seminario de San Sulpicio, en París. Ordenado sacerdote en 1811, y después de otros destinos iniciales, terminó regresando a París, donde se ocupó con alegría de la formación cristiana de los niños de su parroquia.
El apasionado apostolado que llevó a cabo se manifestó de manera especial en su dedicación a las «misiones populares», para revivir la fe en la Francia descristianizada posrevolucionaria. En este periodo se destacaron sus talentos de elocuencia, así como su amor y su generosidad, que lo llevaron a renunciar a sus propias ropas para dárselas a los más necesitados. Esta fase finalizó con su partida a Tierra Santa en 1817.
En 1824 Charles de Forbin-Janson fue consagrado obispo de Nancy y Toul, en el noreste de Francia. En aquel tiempo, mantenía un contacto muy cercano con los misioneros que le escribían y le pedían su ayuda. Pero no solo eso: también estaba al corriente de la situación de las misiones en China: él mismo había acariciado la idea de ser misionero. De hecho, cuando la nueva revolución de 1830 lo obligó a abandonar su diócesis, se dirigió al Papa para pedirle que lo enviara al Extremo Oriente.
Mons. Charles de Forbin-Janson continuó realizando una gran actividad caritativa y asistencial, hasta que un nuevo evento providencial le permitió seguir libremente su inclinación a la evangelización ad gentes: invitado por los obispos misioneros, se fue a América del Norte y se quedó allí de 1839 a 1841. En Canadá, en medio de una naturaleza espectacular, desarrolló su predicación entre las tribus nómadas, y más tarde también visitó los Estados Unidos. Mientras tanto, aumentaron sus deseos de crear una fundación en favor de las misiones.
A su regreso a Francia, seguían impresionándole las noticias sobre muchos niños –y especialmente niñas– de China que, abandonados o asesinados fríamente, morían sin siquiera poder recibir el bautismo. Eran las agonizantes solicitudes de ayuda lanzadas por los sacerdotes de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, de la que él mismo había pensado formar parte. La idea de salvar la inocencia de los niños en tierras de misión a través de la inocencia de los niños cristianos comenzaba a forjarse. Los dos polos de su vida definitivamente entraron en contacto: la infancia y la misión.
En 1842, Mons. Charles de Forbin-Janson fue a Lyon para hablar con Paulina Jaricot, fundadora de la Propagación de la Fe. Fue así como comenzó a vislumbrar la manera de organizar la ayuda a los niños en China, que terminó concretándose en un «doble gesto» de los niños de su diócesis: la recitación diaria del Ave María, más una breve oración para los niños de la misión, y la ofrenda de una moneda al mes.
El obispo se consagró a este proyecto para movilizar a niños cristianos en beneficio de sus hermanos en tierras de misión; una obra que, con el nombre de «Santa Infancia» –refiriéndose a la infancia de Jesús– fue funda- da el 19 de mayo de 1843.