BEATO PABLO MANNA

En el padre Pablo Manna, entrevemos un reflejo especial de la gloria de Dios. Él entregó toda su existencia a la causa misionera. En todas las páginas de sus escritos emerge viva la persona de Jesús, centro de la vida y razón de ser de la misión». Estas palabras de san Juan Pablo II, pronunciadas en la homilía de la beatificación del padre Manna, el 4 de noviembre de 2001, sintetizan la fisionomía espiritual de este gran apóstol de la evangelización ad gentes, considerado uno de los estudiosos precursores del Concilio Vaticano II.  

Pablo Antonio Manna nació en Avellino el 16 de enero de 1872, el quinto de seis hijos. Después de sus estudios de primaria y los técnicos en Avellino y Nápoles, continuó sus estudios en Roma. Mientras asistía al curso de Filosofía en la Universidad Gregoriana, sintió la llamada del Señor a la vida misionera y entró en el seminario del Instituto de Misiones Extranjeras, en Milán, para estudiar teología. Fue ordenado sacerdote el 19 de mayo de 1894 en la catedral de Milán.  

Destinado por los superiores a Birmania (ahora República de la Unión de Myanmar), partió el 27 de septiembre de 1895 para la misión de Taungoo. A pesar de estar condicionado por una precaria salud, se prodigó con una dedicación incansable en la evangelización y en la promoción humana de los carianos (en particular de la tribu Ghekhú, sobre la que más tarde escribio una valiosa monografía). La fatiga de los viajes, las fiebres de la malaria y la aparición de la tuberculosis lo obligaron a regresar definitiva- mente el 7 de julio de 1907.  

En Italia, el padre Pablo se dedicó plenamente a una intensa y variada actividad de animación misionera, poniendo al servicio de los demás sus habilidades como agudo observador de la realidad eclesial en todo el mundo, como conferenciante, comunicador y escritor muy culto. «Toda la Iglesia para todo el mundo» fue su lema. Como «Alma de fuego», a través de sus escritos transmitió su ardiente visión de la fe comentando los múltiples y complejos problemas de la misión ad gentes. Al respecto desarrolló un análisis atrevido y penetrante, que los expertos han juzgado a menudo como «proféticas». 

En 1909 fue nombrado director de la revista Le Missioni Cattoliche (Las Misiones Católicas), que recibió un nuevo impulso bajo su guía experta y dinámica. Publicó opúsculos, algunos libros y escribió muchos artículos sobre los temas misioneros que consideraba más importantes. Lanzó varias iniciativas de cooperación misionera: adopciones, becas, folletos de oraciones para las misiones… Fundó nuevas publicaciones periódicas, como Propaganda misionera para las familias, Italia misionera para los jóvenes y, más tarde, Venga tu Reino, también para las familias, especialmente del sur. 

En 1915, el padre Manna dio los primeros pasos hacia la fundación de la Unión Misionera del Clero (hoy PUM): «la joya de su vida», como la definiría Pío XII. Recibió un apoyo decisivo para realizar este proyecto de parte de Mons. Guido María Conforti, obispo de Parma, fundador de los Misioneros Javerianos (canonizado en 2011). Los estatutos de la Unión, presentados al Papa por el propio Conforti, fueron aprobados el 31 de octubre de 1916. En la encíclica Maximum illud (1919), Benedicto XV exaltó a la Unión Misionera del Clero, expresando el deseo de que fuese «establecida en todas las diócesis del orbe católico». 

El pensamiento del padre Manna se enriqueció y concretó después de un largo viaje misionero a Oriente que duró unos dos años (1927-1929). Desde la observación de las muchísimas realidades ambientales, culturales y eclesiales, y de las reuniones con numerosas personalidades y misioneros en los lugares de misión, nació su pro-memoria titulada Observaciones sobre el método moderno de evangelización, un texto de aproximadamente noventa páginas con notas, comentarios y propuestas audaces e innovadoras. El texto, enviado a Propaganda Fide, permanecerá sin publicar hasta 1977. 

El padre Pablo Manna murió en Nápoles el 15 de septiembre de 1952 y sus restos descansan en Ducenta. Fue beatificado por san Juan Pablo II el 4 de noviembre de 2001.